La jornada de cada día no esperaba, siquiera, el despertar espontáneo por la invasión del sol que se colaba, desde cierta hora, por las rendijas de las ventanas. Era más bien el estremecimiento pausado de cuerpos que debían disponerse para ver la estrella que la costumbre llamó alegóricamente "El Molendero".
Todavía, el manto de la noche envolvía a las aves que emitían gorjeos cálidos y el aire tenía la frescura metálica de los dijes que colgaban del cielo y el perfume dulce y penetrante del "galán de la noche".
Se entreabría la puerta de la calle para avisar al visitante que las manos y los oídos ya estaban disponibles. Por ese espacio, que desentrañaba la intimidad de la casa, penetraba el rumor de la brisa peinando a los árboles coposos.
Una figura de piernas largas encajaba en el talle de un vestido de algodón, que le ceñía la cintura, un mazo de llaves que dispondría para sí cada rincón de la estancia. Después, sus pasos la guiarían al umbral de la puerta trasera cuya espalda ya había sido despojada de una tranca de madera.
El abrazo del viento, que parecía recién bajado de la sierra, la inducía a recluirse en la cocina que guardaba todavía, algo del calor de los fogones prendidos el día anterior. Había allí una atmósfera de aliños y bastimento que besaba y estremecía el estómago en ayunas todavía.
Casi instintivamente ya, esa figura de piernas largas envolvería el ambiente en el vapor tostado del primer termo de café del día. Enseguida, recolectaría en la despensa la esencia del color y el sabor de un guiso de besote o de bocachico del río Badillo para el desayuno.
Habiendo transcurrido algún rato de miradas, conversaciones y tragos de café recién hecho, aparecían en el horizonte cercano del patio los primeros colores develados del manto oscuro de las primeras horas que, acompasados con el cacareo alborozado, recordaban el saco de maíz que rociaría el suelo pardo del gallinero.
El primer visitante llegaría. Si era domingo, podría ser una figura menuda y morena guiando, desde La Mina, los pasos de un burro cargado de la oleosidad verde brillante de unos aguacates, la dulzura de unos plátanos dominicos y la blancura recién desenterrada de unos kilos de yuca.
Antes que el sol se apoderara del aire, se cruzaría el patio para interrumpir con un garabato la quietud de las frutas colgantes, dejando a un lado las que ya habían sido presa de los pájaros en tránsito.
El murmullo suave del ajetreo pausado de la mañana era interrumpido por la alegría escandalosa de bandadas de periquitos. Las flores del jardín recibían el beso fugaz de los cuerpecitos brillantes de colibríes agitados. Las mariposas amarillas aleteaban en medio del arco iris miniatura que formaba el chorro de agua de la manguera, atravesado por el sol de las nueve.
La casa ya se alistaba para el almuerzo, que estaría servido a las doce y, si era sábado, para una parranda que tendría lugar con la concurrencia espontánea de los visitantes acostumbrados. El cálculo del almuerzo, que podría parecer una proeza, siempre superaba el hambre expectante.
El mediodía alcanzaba la casa anidando destellos sobre la piel de cualquier superficie y a sus habitantes agitando abanicos de palma para envolver de fresco el cuello.
El almuerzo se reposaría en el vaivén de una mecedora mientras, en medio del regocijo de la conversación, se esperaba el andar, cargado de canastas, de figuritas risueñas trayendo hojaldras azucaradas, pedazos dulces de tiras de papaya verde enredadas (caballito), masitas rosadas de batata y cuadritos de leche.
La tarde invitaba a amarrar la mirada a la cola de retazos de una cometa esporádica o a los rumores colorados de la despedida melancólica del sol. Luego del vuelo desprevenido de algunas hojas secas, el saludo calmado y sonriente de los transeúntes, que le daban la espalda a la faena del día, y la preparación precisa y accidentada de unos pescados recién ofrecidos en la puerta de la casa, se esperaría, en el regazo dulce de los vapores de una toma de toronjil, a los amigos de todos los días de la vida.
Rápidamente, los ecos roncos de la noche, envueltos en el golpeteo de risas infantiles, que encontraban el mejor momento para desperdigarse por la calle, agitaban levemente las alas de una sonrisa apacible.
Mientras una brisa tibia y suave llenaba el ambiente, más visitantes iban sumando sus almas al recital de viejos poemas, discursos, canciones, décimas, cuentos cotidianos y recuerdos para lograr la ocurrencia del evento donde aun hoy se distingue la nostálgica y alegre personalidad de los patillaleros: la conversación.
martes, 6 de mayo de 2008
La jornada de un día cualquiera
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4 comentarios:
Yo soy de Bogotá y el año pasado tuve la oportunidad de conocer Valledupar. Lástima que no pude conocer Patillal. Pero con esta descripción de un día cualquiera me acerca mucho a las personas que allí viven y me trae recuerdos de mi suegra cuando describe a la Señora de la historia. y la forma como escribes me parece una pieza literaria de mucho contenido y descripción.
Al leer esta hermosa descripcion que haces de la jornada de un dia en Patillal me transportas por los caminos de recuerdos y vivencias inolvidables de lo que fue en otros tiempos nuestro querido Patillal.
La claridad con que describes la cotidianidad, me lleva a revivir esos momentos tan agradables; la manera como dibujas con palabras a tu abuela y el lujo de detalles con que describes la naturaleza circundante, despiertan el deseo del volver.
¿cómo estarán reconstruyendo sus días en el 2038, los niños de hoy? que cuentan con otros recursos.
Hola, que descripciones tan soñadas.
Me gusta mucho que has incluido vídeos, Fotos, hasta mapa.
Esta super chevere.
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