martes, 6 de mayo de 2008

Patillal ayer y hoy

Patillal es ahora, en primer lugar, un paraje arrinconado en la memoria para apacentar, de tiempo en tiempo, los recuerdos. En segundo lugar, una realidad fragmentaria de retazos de familias, de nombres, de sucesos y costumbres que, vulnerados por las violentas brisas que lo alcanzaron a fines de siglo, resuenan en los ecos de las ruinas y los testimonios musicales.

Parece, entonces, necesario conducir al visitante por el curso de dos senderos que se separaron en el tenebroso lindero del miedo y la voracidad de la violencia. El primero de ellos recorre la actualidad incontestable en la materialidad de un pueblo del Cesar, incrustado entre los viejos caminos a la Sierra Nevada, pasando por La Mina y Atánquez; a Valledupar, atravesando Río Seco y La Vega Arriba o Badillo, El Alto de La Vuelta y Las Raíces y a San Juan del Cesar. El segundo transporta a la realidad recreada por quienes fueron sus primeros habitantes a través de los rumores de otros días, condensados en la maravilla de la tradición oral.

La intención de este trabajo es mostrar al lector una perspectiva, en contacto profundo con las raíces, de un espacio al cual sus habitantes y el paso certero del reloj le imprimieron unas características cuyos símbolos sobrevivientes reclaman, con voz suplicante desde la profundidad de su alma, que el sedimento de las exigencias cotidianas no selle para siempre la sepultura del olvido.

También, es el rescate de la voz silenciada de un pueblo que fue expoliado, disgregado y separado de su ambiente natural, construido con las conversaciones de la noche, las parrandas del sábado en la mañana, las cacimbas en La Malena, la fiesta de la virgen de Las Mercedes, las carreras de caballos, la gallera, la subida del Cerrito de las Cabras, las caminatas de la luna, los recitales cotidianos de poemas y discursos y los paseos al río Badillo.

Comparto la esperanza de ofrecer una historia de recuerdos, de testimonios y de realidades de la “Tierra de compositores”.



¡BIENVENIDOS!

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Las condiciones naturales



Patillal es una población pequeña ubicada al norte del departamento del Cesar. Hace parte del valle de las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Seguramente, fue uno de los territorios rancheados y extirpados con sangre a los indígenas que se vieron obligados a remitirse a las serranías.


Está sujeto a las rigurosidades impuestas por el ciclo de las lluvias y los vientos Alisios, hecho que condicionó con gran fuerza la estructura de la vida de la gente, su personalidad, su paciencia imperturbable y su esperanza, renovada cada año con el vapor aromático de las primeras gotas de los aguaceros de marzo.

Su clima, al igual que el suelo, no es húmedo. Aún así, las familias no tuvieron impedimento para transformar su entorno de acuerdo a sus propias concepciones del mundo que debía rodearlos, dándole al ambiente un aire ajeno que se volvió cotidiano.

Las condiciones que impuso la naturaleza también reprodujeron los rebaños de miles de ovejas que formaban, hasta mediados del siglo XX, una gran mancha blanca en la plaza central, a la cual siempre se le llamó "La Sabana". Éste es un espacio amplio que sirvió de escenario a los paseos que daban las señoritas guiadas por el brillo de la luna y al esparcimiento del perfume de los primeros acordes en guitarra de numerosas canciones, en el momento, inéditas.

Cada familia tenía un rebaño que podía sobrepasar los mil animales que balaban silvestres por los montes. Al atardecer, regresarían al corral de varetas de la casa respectiva. Las ovejas no se vendían, se usaban como pago a los trabajadores y como alimento para la casa.



Patillal fue fundado por María Antonia de Nieves de Maestre, quien tuvo un hato en la zona que encargó a sus hijos no vender nunca. Ha sido, desde entonces, una región ganadera y el hogar de una gran familia.

La carne de ganado se intercambiaba por bastimento traído de Atánquez y de La Mina, que son poblaciones más cercanas a la Sierra Nevada de Santa Marta y, por tanto, de un clima diferente. De Atánquez han llevado a Patillal dominico, que es un plátano pequeño y muy dulce, aguacate; batata y malanga, que son tubérculos; guineos serranos y panela y alfandoque.

Algunos habitantes de Patillal viajaban a Riohacha a llevar madera de Brasil, que sería vendida en Estados Unidos. De este producto se obtenía una tinta roja. El pago se recibía en oro, que sería guardado en las casas en mochilas amarradas de los tarugos donde se colgaban las hamacas.

De Riohacha traían, entre otras cosas, arroz americano, que llamaron “de canillita” porque el grano era largo; ropas, galletas, queso amarillo y jabones. Posteriormente, otros viajaban a Venezuela a transportar ganado y a comprar distintas mercaderías que provenían de Curazao.

El territorio está bañado por varias fuentes de agua. La más cercana de todas es el arroyo La Malena, con sus playones de aguas claras que refrescaron la piel y la garganta, antes de que existiera el acueducto. El agua es filtrada de forma natural por la gruesa arena donde se cavaban cacimbas que, de acuerdo a la Real Academia Española de la Lengua, son: “Hoyos que se hacen en la playa o en el lecho seco de un río para buscar agua potable”.

Cada familia tenía un “paso” o lugar para bañarse y recolectar agua en tinajas que amarraban al lomo de un burro. Las mujeres, que usaban un refajo, se bañaban en “pasos” distintos a los de los hombres.

La otra fuente cercana de agua es el río Badillo, que ha sido el sitio de paseo favorito y ha inspirado muchas de las composiciones vallenatas en aire de paseo. Fue, también, el lugar de trabajo de las lavanderas. Ha sido uno de los principales atractivos turísticos de la zona por ser un sitio propicio para ir a bañarse y disfrutar de unos chicharrones crujientes con yuca o de un almuerzo típico.



El río Badillo tiene un caudal, que se mantiene más o menos estable durante todo el año, a pesar del fuerte verano que calienta y reseca la región en los meses de diciembre a marzo. Por este aspecto, sumado a la belleza del paisaje en el que está incrustado, ha sido objeto de cariño y veneración por parte de los patillaleros.

El agua del río desciende de la Sierra Nevada fría y cristalina. El roce con las piedras produce un murmullo suave que alegra el corazón y tranquiliza el alma, como si le hablara directamente a las fibras de su intimidad.

Los paseos al río eran un escenario de integración de los paisanos. Los niños esparcían el eco de sus voces felices y se hincaban los pies descalzos con la misma desprevención, las mujeres hacían un sancocho conjunto y los hombres se envolvían en una misma conversación.

El verano ha tenido siempre tanta rigurosidad sobre las condiciones naturales, que es un tema que ocupa las conversaciones y las composiciones. Es una espera desalentadora al ver morir el paisaje que alimenta la ganadería y refresca a la región. Pero es también, una alegría que crece con el reverdecer del horizonte y el correr bullicioso de los arroyos, cuando su curso vuelve a estar definido por el agua.

El territorio está rodeado de formas montañosas que predominan en el horizonte. La más cercana y pequeña de ellas es el Cerrito de Las Cabras. Este es un paraje, dominado por cactus, desde el cual se puede observar, a una distancia cercana, la extensión del pueblo y las casas que lo componen. Ha sido un lugar de visita en ocasiones de paseos cortos y en festividades religiosas.



La segunda forma montañosa que se vislumbra desde la puerta de las casas que, en su mayoría, están dispuestas de tal manera que no le dan la espalda, es la Cuchilla La Falda. Esta es una zona más rica en vegetación y de un suelo más fértil. Hasta hace unos cuantos años era habitada por una choza donde vivía un hombre solitario y unas cuantas más de quienes iban a cuidar las rozas que plantaban allá.

La Falda era un lugar propicio para hacer paseos que empezaban en la madrugada y terminaban en la tarde. El recorrido en un sentido podía durar una hora. Los patillaleros iban en grupos numerosos, pasaban el día extasiados en el paisaje, al son de la conversación y almorzaban en su cima.

La naturaleza, también regaló a los patillaleros frutas de árboles y arbustos silvestres, que hicieron las caminatas y los baños en el río y los arroyos más dulces. Así, se pueden contar candungas, perehuétanos, pichigüeis y jamanares. En este tema se ahondará al final del blog.

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La casa como una entidad de la historia



La casa era un deslinde desdibujado de la vida comunitaria y la vida familiar. Sus límites borrosos empezaban en una cerca puesta, apenas, para resguardar el verdor del jardín de la inquietud de los burros trashumantes. Aquel muro podía estar sin sorpresa envuelto en el embrollo de cadenetas silvestres rematadas con punteados de racimos rosados o amarillos.


En uno de los vértices de ese horizonte, siempre cuadrado, se alzaba vigilante un roble deshaciéndose en lágrimas moradas para cubrir sus plantas avergonzadas por su desnudez o una palma altiva que, en una conversación permanente con la brisa, ocultaba su robo visceral de la esencia de la tierra, guardada en la altura en cantimploras amarillas.

Cruzando el umbral de aquel mundo de etapas, el visitante adormecía sus intenciones en el envoltorio de una atmósfera de toronjil, mientras seguía su curso dibujado por los tallos retorcidos de rosas de colores y un valle, a veces infranqueable, de margaritas, anturios y candungas.

El caminante era recibido por el metal ensortijado de un "rocío de oro" y por la alfombra de besos de un peral enardecido, cuya copa fue innumerables veces el cenit de las parrandas que se formaban al frente de la casa. Un muchacho moreno juntaba los despojos de la vegetación con una escoba de "hierbita de paraco", mientras algunas almas reposaban el peso de sus años en el tejido vacilante de una mecedora. El paso podía verse interrumpido, dependiendo de la hora, por una barrera reconfortante de palabras.

Si el andar continuaba, el visitante refrescaría sus ser al amparo de una arquitectura vernácula, mientras era recibido por la cadencia pausada de una voz que inquiría un "Opa y ¿cómo está?" Debían, después, los ojos rehuir la increpación hiriente de un sol que, sin resignarse a perder protagonismo, se reflejaba bruscamente en la espalda caliente del piso de la sala enfrentada al patio trasero.

La mirada atrevida podía adivinar a su izquierda unos aposentos flanqueados por hamacas, camas, escaparates, peinadores, lámparas de petróleo apertrechadas por si faltaba la luz, convites de pan detrás de las puertas, bendiciones del Papa traídas de un viaje a Roma, una máquina de coser que había costado quinientos pesos y baúles de Curazao.

A su derecha, un jardín interior que se colaba por las ventanas de la sala, después una fiambrera que observaba apacible el paso del tiempo, recordando los olores guarecidos de la herrumbre exterior de hacía ya algunas décadas. Al lado, el tinajero con su vientre expectante reclamando las tinajas para, como en otros tiempos, enfriar en silencio el agua.

El paso podía cambiar de ritmo al ver el visitante su humanidad atraída por la cocina inundada de los vapores de un sancocho de chivo, un guiso de conejo y las burbujas terriblemente amenazantes de una mazamorra de plátano para la comida de la tarde. Quien lograba esa feliz ocasión ya podía figurarse, con la seguridad de quien conoce, su imagen sumergida en el deleite del almuerzo.

Encontraba ahí su mirada, en la imperturbable posición de un asiento recostado en la pared, seguramente un saco de mazorcas esperando el cercenar de sus barbas castañas brillantes, una batea de achiotes exhibiendo su escarlata al sol, una botella de vinagre de piña madurando su intimidad y un comedor auxiliar que colindaba con un jardín interior de corales rojos.

El aire del patio encontraba reposo a la sombra de dos naranjos poseídos de prodigalidad y provistos de juguetonas extensiones colgantes ajenas a su naturaleza que, también, guardaban del fulgor del mediodía un aguamanil siempre provisto de agua.

El patio trasero era un universo habitado por guayabos con su corteza resquebrajada, obstinados en reproducirse sobre el techo de la casa; tamarindos contrapunteando la acidez y a dulzura; chirimoyos, que desvestían su tristeza desperdigando sus ennegrecidos frutos precoces; un pomelo cargado de fertilidad; nísperos indefensos ante las veleidades de azulejos hambrientos; toronjas prediciendo su futuro almibarado; mangos ruborizados por sus más de dos kilos; un ciruelo solitario, un guanábano y un zapote espigados y un bosquecito de matas de plátano, piña, sábila, malanga, ñame y un palito de limón resguardando nidos de arena húmeda para las gallinas.

Esa casa que hoy es el esqueleto de una estancia, que parecía detenida en los linderos del comienzo del siglo XX, tenía un traspatio; un gallinero; una alberca, para aprovisionarse de agua cuando faltara; varios cuartos clausurados para guardar cachivaches; una despensa donde convivieron cebollas, ajíes, lisas y todos los elementos necesarios para satisfacer los apetitos de cada día; una pieza para la lavadora, que fue una adquisición de los setenta, y un fogón de leña, apartado de la cocina, donde tostaron sus cortezas abrasadas miles de semillas de marañón.

Tal era la estructura de una casa que había albergado, también, en sus primeros años un telégrafo. Y tal es hoy el recuerdo de haber habitado cada rincón, haber guardado en la memoria el hálito de cada olor y haber alimentado el alma con el eco alegre y bullicioso de cada parranda que encontró allí acogida.

La casa es una entidad de la historia porque es un testimonio vivo de la cotidianidad revelada en los límites tangibles del espacio habitado, al cual se le imprimieron unas características que son hijas de su época y que sobreviven a sus propios habitantes, para darle a los transeúntes en el tiempo una recreación del ajetreo de las mañanas y las tardes de quienes ahora sólo se agitan en las paredes de la memoria.


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La jornada de un día cualquiera

La jornada de cada día no esperaba, siquiera, el despertar espontáneo por la invasión del sol que se colaba, desde cierta hora, por las rendijas de las ventanas. Era más bien el estremecimiento pausado de cuerpos que debían disponerse para ver la estrella que la costumbre llamó alegóricamente "El Molendero".

Todavía, el manto de la noche envolvía a las aves que emitían gorjeos cálidos y el aire tenía la frescura metálica de los dijes que colgaban del cielo y el perfume dulce y penetrante del "galán de la noche".

Se entreabría la puerta de la calle para avisar al visitante que las manos y los oídos ya estaban disponibles. Por ese espacio, que desentrañaba la intimidad de la casa, penetraba el rumor de la brisa peinando a los árboles coposos.

Una figura de piernas largas encajaba en el talle de un vestido de algodón, que le ceñía la cintura, un mazo de llaves que dispondría para sí cada rincón de la estancia. Después, sus pasos la guiarían al umbral de la puerta trasera cuya espalda ya había sido despojada de una tranca de madera.

El abrazo del viento, que parecía recién bajado de la sierra, la inducía a recluirse en la cocina que guardaba todavía, algo del calor de los fogones prendidos el día anterior. Había allí una atmósfera de aliños y bastimento que besaba y estremecía el estómago en ayunas todavía.

Casi instintivamente ya, esa figura de piernas largas envolvería el ambiente en el vapor tostado del primer termo de café del día. Enseguida, recolectaría en la despensa la esencia del color y el sabor de un guiso de besote o de bocachico del río Badillo para el desayuno.

Habiendo transcurrido algún rato de miradas, conversaciones y tragos de café recién hecho, aparecían en el horizonte cercano del patio los primeros colores develados del manto oscuro de las primeras horas que, acompasados con el cacareo alborozado, recordaban el saco de maíz que rociaría el suelo pardo del gallinero.

El primer visitante llegaría. Si era domingo, podría ser una figura menuda y morena guiando, desde La Mina, los pasos de un burro cargado de la oleosidad verde brillante de unos aguacates, la dulzura de unos plátanos dominicos y la blancura recién desenterrada de unos kilos de yuca.

Antes que el sol se apoderara del aire, se cruzaría el patio para interrumpir con un garabato la quietud de las frutas colgantes, dejando a un lado las que ya habían sido presa de los pájaros en tránsito.

El murmullo suave del ajetreo pausado de la mañana era interrumpido por la alegría escandalosa de bandadas de periquitos. Las flores del jardín recibían el beso fugaz de los cuerpecitos brillantes de colibríes agitados. Las mariposas amarillas aleteaban en medio del arco iris miniatura que formaba el chorro de agua de la manguera, atravesado por el sol de las nueve.

La casa ya se alistaba para el almuerzo, que estaría servido a las doce y, si era sábado, para una parranda que tendría lugar con la concurrencia espontánea de los visitantes acostumbrados. El cálculo del almuerzo, que podría parecer una proeza, siempre superaba el hambre expectante.

El mediodía alcanzaba la casa anidando destellos sobre la piel de cualquier superficie y a sus habitantes agitando abanicos de palma para envolver de fresco el cuello.

El almuerzo se reposaría en el vaivén de una mecedora mientras, en medio del regocijo de la conversación, se esperaba el andar, cargado de canastas, de figuritas risueñas trayendo hojaldras azucaradas, pedazos dulces de tiras de papaya verde enredadas (caballito), masitas rosadas de batata y cuadritos de leche.

La tarde invitaba a amarrar la mirada a la cola de retazos de una cometa esporádica o a los rumores colorados de la despedida melancólica del sol. Luego del vuelo desprevenido de algunas hojas secas, el saludo calmado y sonriente de los transeúntes, que le daban la espalda a la faena del día, y la preparación precisa y accidentada de unos pescados recién ofrecidos en la puerta de la casa, se esperaría, en el regazo dulce de los vapores de una toma de toronjil, a los amigos de todos los días de la vida.

Rápidamente, los ecos roncos de la noche, envueltos en el golpeteo de risas infantiles, que encontraban el mejor momento para desperdigarse por la calle, agitaban levemente las alas de una sonrisa apacible.

Mientras una brisa tibia y suave llenaba el ambiente, más visitantes iban sumando sus almas al recital de viejos poemas, discursos, canciones, décimas, cuentos cotidianos y recuerdos para lograr la ocurrencia del evento donde aun hoy se distingue la nostálgica y alegre personalidad de los patillaleros: la conversación.

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De Valledupar a Patillal


Los habitantes de Patillal han tenido, durante toda su historia, alguna diligencia por hacer en Valledupar. El hecho característico de estos viajes era su corta duración y la necesidad nerviosa de regresar.

Ha sido tal la angustia obstinada de no apartarse que, cuentan que en la época en que la falta del puente sobre el río Badillo y de medios de transporte, que superaran el caballo, dificultaban el tránsito por el mundo, un hombre recio obligaba a su peluquero de Valledupar a asistir a una cita periódica al río porque había decidido no traspasar los límites de Patillal, que siempre han estado representados en el paso por donde ahora se cruza el puente.

Los patillaleros procuran atravesar el umbral vallenato del río Guatapurí antes de las cinco de la tarde. Por eso hay una esquina de Valledupar donde el andar disminuye su ritmo con la invitación de un saludo cariñoso que atraviesa el eco bullicioso de los paisanos que esperan, con cierta desazón, el carro que les regresará la frescura tibia de la “Tierra de compositores”.

La primera curva de la salida a la carretera devela la planicie revestida de un verdor iluminado por el brillo del sol reverberante que calienta las primeras horas de la tarde sobre Valledupar. La senda muestra los rescoldos de los afanes que, en otros tiempos, le imprimieron una atmósfera de tabaco al camino. Después, la mirada se pierde en el horizonte erizado y húmedo de un cultivo de arroz.

El andar continúa por el sendero que atraviesa un paisaje dominado por trupíos y algarrobos y unos cerros, en la distancia azulados, cuya figura no se cansa de adivinar la mirada. Otra curva suave de la carretera deja atrás dos filas de casas dispuestas alrededor del camino y una madeja de agua cuyos hilos se filtran entre las piedras del río que separa a los habitantes de Río Seco.

Ya llega a los oídos el rumor alegre de la espuma que forma el agua hincada en el baño de las piedras y los musgos del río Badillo. Esa es una queja ininterrumpida que humedece el alma de recuerdos infantiles e invita a sumergir la piel trajeada de calor.

La mirada curiosa de algún transeúnte de La Vega Arriba queda atrás perdida en la nube de la distancia. Unos instantes más tarde, se irá la vista en las piedras grises de un arroyo de aguas cristalinas que refrescan las llantas del carro.

Enseguida, se esboza una sonrisa por la certeza de cruzar el lecho delgado que dibuja La Malena y una lomita circundada por solares de mangos, que guían al recién llegado por un sendero florecido de trinitarias y robles.

Al adentrarse, el viajero encontrará el mandato de la torre de la iglesia apuntando al cielo y, a su izquierda, una palma de dátil que le hace competencia. En el horizonte aparecerá la imagen imponente y cariñosa del Cerrito de Las Cabras. El carro bordeará el parque, La Sabana y la tarima, que recuerda que el aire ligero que besa los pulmones es el mismo que interrumpe la quietud de los árboles de la “Tierra de compositores”.

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Los representantes de Patillal



La vida en Patillal es recordada por sus habitantes como una consecución ininterrumpida de momentos felices que se sucedían en la cotidianidad. El entorno natural era percibido como un regazo apacible, envuelto en una personalidad que tocaba profundamente la sensibilidad del alma.

La faena de cada día estaba marcada por el ritmo impuesto por los colores del horizonte, por la intensidad del brillo sobre el verdor de las hojas, por los trinos juguetones de las aves y por la cercanía de los paisanos que, todavía, son parte de una gran familia.



En esta comunidad vivieron como hermanos el caricaturista Jaime Molina y los compositores vallenatos Tobías Enrique Pumarejo, Rafael Escalona Martínez, Rodrigo Álvarez, Chema Guerra, Freddy Molina Daza, Octavio Daza Daza, Edilberto Daza, José Hernández Maestre, José Alfonso “Chiche” Maestre y Freddy Peralta.

Jaime Molina fue un patillalero sencillo, parrandero, con una gran habilidad para representar la realidad tal cual aparecía. Se cuenta que un día pidió, en clase a su profesor Rafael Antonio Amaya, le fuera permitido asomarse a la ventana para dibujar, en un tablero de tiza, la procesión que estaba pasando en ese momento por la calle. Tal fue la precisión, que el maestro decidió dar vuelta al tablero para conservar el dibujo que lo había impresionado.

Su amistad y familiaridad con Rafael Escalona quedó inmortalizada en el imaginario colombiano con la interpretación sentida que hizo Carlos Vives de la “Elegía a Jaime Molina”:

Recuerdo que Jaime Molina
Cuando estaba borracho
Ponía esta condición:
Que, si yo moría el me hacía un retrato
O, si el se moría primero le sacaba un son.

Jaime Molina tenía un humor inteligente que se percibía en sus comentarios y en sus representaciones de quienes lo rodeaban en la vida entre Patillal y Valledupar. Es por esta razón que Escalona afirma:

Cuando estaba bebiendo siempre me insultaba
Con frases de cariño que el sabía decir,
Después en las piernas se me sentaba,
Me contaba un chiste y se ponía a reír.

La muerte de Jaime Molina por problemas cardíacos fue, como dice la canción, un episodio doloroso en la vida de la gran familia patillalera.

Patillal ha merecido el título de “Tierra de compositores” por sus poetas que son los precursores del paseo tradicional y del paseo lírico vallenato. En primer lugar, se debe reconocer a Tobías Enrique Pumarejo, cuyas composiciones fueron escritas desde los años veinte. A este compositor se le conoce por canciones como: “Mírame fijamente”, “El Alazanito”, “Muchacha patillalera”, entre otras. Sus composiciones eran el medio apropiado para expresar sus sentimientos frente a las situaciones que vivía. De acuerdo a Urbina (2003), Tobías Enrique Pumarejo fue el primer compositor que desligó la composición de la interpretación.

Rafael Escalona, quien le seguiría en el tiempo a don “Toba”, “cambió la estructura vigente de los cantos que eran a lo sumo de un par de segmentos musicales” como afirma Urbina (2003) . Sus canciones son el testimonio de la vida en Patillal y en la región. Son relatos jocosos de sucesos cotidianos, contados con el lenguaje de su tierra, como en “La patillalera”:

Una señora patillalera,
Muy elegante vestía’ de negro,
Formó en el Valle una gritería
Porque la nieta que más quería
La pechichona, la consentía’
Un dueño e’ carro cargó con ella.

En esta canción involucra a quien fuera, en ese momento, el corregidor de Patillal y tío suyo, Nicolás Martínez Daza:

A todo el mundo empezó a decirle
Oigan señores pa’ que lo sepan
Representantes yo tengo en pila
Que en Patillal es Colás Martínez
Es la única persona que sirve
Y aquí en el Valle el doctor Molina.

Y, también, a quien fuera el primer patillalero en irse a Bogotá a estudiar una carrera profesional en 1900, Hernando Molina:

Si usted confía en el doctor Molina,
Doña Juana Arias siento decirle
Que en este caso ha perdido todo
Porque ese no afloja su chinchorro
Ni si le dan todos los tesoros,
Ni si le dan todo lo que brilla.

Es eminente y capacitado
Fuma tabaco y habla de todo
Y tiene muy buena reputación.
Fue magistrado con gran decoro,
Por eso no cambia su chinchorro
Ni por la silla del gobernador.

También, sus canciones recogen observaciones de sucesos naturales que afectan el aspecto del entorno natural, como en “La estrella de Patillal”:

Mira que está lloviendo en La Nevada,
Oye cómo se queja el río Cesar,
Mira qué bonita es la madrugada
Brillan estrellas sobre Patillal.

Después, vendrían algunos de los mejores representantes del paseo lírico: Freddy Molina Daza y Octavio Daza Daza. Con estos compositores cambiaría el lenguaje y la motivación de las composiciones. Ahora, la idea no sería relatar eventos de la cotidianidad sino, expresar los lamentos de la intimidad, reflexionar sobre la realidad de la vida y reconocer en el entorno un mundo habitado por símbolos.

En las composiciones de Octavio Daza la cercanía de las almas amantes está mediada por la naturaleza que debe ser imitada en los momentos del amor, como en:

Así como se tiñen
Los picos de las montañas
Cuando va muriendo el sol
Así tiene que ser el color del fuego
De nuestro gran amor.

Reconoce en la estructura de su pueblo unos símbolos que lo identifican y manifiestan su personalidad, como en este fragmento de “Mi novia y mi pueblo”:

Pero noté que nada había cambiado en mi pueblo
El mismo cerro lleno de tristeza,
Las mismas calles llenas de recuerdos
La misma torre vieja de la iglesia
Dándole bienvenida al forastero.

La melodía pausada y profunda conduce a escenarios que se desbordan de sensualidad, ante la emoción de exponer la piel al amor, como en otros extractos de “Mi novia y mi pueblo”:

Radiante estaba el día,
Tan linda se veía mi amor
Que una mariposa al ver su belleza
Detuvo el vuelo y se volvió una flor.

Y hasta los árboles
Por su presencia vencieron su orgullo
Que se inclinaban como por encanto
Ante su hermosura.

Y un remolino formado en las aguas
La acariciaba mansamente
Y yo fascinado por tanta belleza
Me provocaba besar el ambiente.

La naturaleza se presenta como un actor activo, al cual el autor atribuye una personalidad plena de sentimientos humanos de nostalgia, envidia y necesidad, como en:

La tierra pa’ calmar su sed
Y cerrar sus grietas necesita lluvia
Y yo para mi sed de amor
Y curar mis heridas, las caricias tuyas.

Los acordes de las guitarras y el silbido melodioso y suave de los acordeones, que han interpretado la música de este compositor, invitan a la añoranza de un baile con el abrazo tibio de quien, sin embargo, no pudo volver a su “Nido de amor”.

A Freddy Molina lo llamaría el poeta de la nostalgia. Sus canciones inundan el ambiente de una melodía de notas cortas, que invitan a un baile alegre. Sin embargo, sus composiciones invaden de tristeza el alma de los patillaleros, que recuerdan las épocas borradas por las brisas del tiempo que dejaron su presencia remitida a “los tiempos de la cometa”, que ya parecen lejanos.

Sus canciones están llenas de familiaridad y sencillez, tal vez, por eso diría un amigo entrañable:

No voy a Patillal porque me mata la tristeza,
Al ver que en ese pueblo fue donde murió
Un amigo mío;
Era compositor, como lo es Zabaleta
Y era lo más querido de ese caserío.

Además, sus composiciones expresan una fuerte tendencia al ejercicio de la reflexión sobre un mundo que se le presentaba cambiante, ante el transcurso del tiempo y de la historia de la vida en sociedad que, también, afectó a Patillal, como en “Tiempos de la cometa”:

Cuanto deseo porque perdure mi vida
Que se repitan felices tiempos sentidos
El primer trago a escondidas,
Mi primera novia en olvido.
Ya mi juventud declina
Al compás de tiempos idos.

Sus canciones son un relato de las costumbres de la familia patillalera, también en “Tiempos de la cometa”:

No volverán los tiempos de la cometa
Cuando yo, niño, brisas pedía a San Lorenzo.
Mariposas en La Malena
Sus cacimbas son recuerdos,
El profesor que me pega
Por llegar tarde al colegio.

La familia Molina tiene otro miembro inclinado al mundo de la música vallenata que es Gonzalo Arturo Molina. “El Cocha” fue el segundo rey de reyes en el año 1997. Grabó un álbum con Gloria Estefan y acompañó a Julio Iglesias en una ocasión. También, trabajó durante un tiempo con Diomedes Díaz.

Por otro lado, se debe mencionar a José Hernández Maestre quien expresaría, con palabras de amor, el sentimiento de pertenencia a su pueblo y una descripción sencilla y sentida en la canción “El hijo de Patillal”:

Esa tierra que ha sido el alma mía
Yo con nada la puedo comparar
Patillal es como una melodía
Que al oírla nos provoca cantar.

Finalmente, aunque quisiera hacer mención de todos, el espacio y el tiempo no me alcanzan. Termino con quien es, hasta ahora, el más joven: José Alfonso “El Chiche” Maestre, que es el portavoz del sentimentalismo por los amores perdidos, como expresa en “Ahí vas paloma”:

Ahí vas paloma
Con mi cariño
Que nadie sepa que
Me desmigajaste el nido.



Urbina (2003): Urbina Joiro, Hernán, "Lírica vallenata", 2003.

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lunes, 5 de mayo de 2008

Las patillaleras y el amor


Las mujeres de Patillal tienen una belleza natural, ademanes graciosos que reflejan su ternura y, en algunos casos, timidez. Siempre han sido amantes del diseño de vestidos con telas que, durante la primera mitad del siglo XX, eran traídas por comerciantes andariegos desde Barranquilla y confeccionados por la modista preferida. Los zapatos también eran un motivo de preocupación y conversación. Los encargaban, en la misma época, a Barranquilla y a Villanueva, Guajira.


Han sido quienes preservan, para su descendencia y para los interesados, la riqueza de la historia, los versos, los poemas, los recuerdos de las viejas conversaciones, las recetas y las condiciones de la vida de otros momentos, por medio de la tradición oral.

Su personalidad es paciente, austera, romántica y generosa. Sus padres las cuidaban con esmero y les heredaban la tradición de respeto a sí mismas, tal como dejó consignado Tobías Enrique Pumarejo en “Muchacha patillalera”:

Muchachos vengo a decirles
Vengo a decirles una cosa
Que yo estoy enamorado
Cuésteme lo que me cueste.

Si esa muchacha me quiere
Y es verdad que ella me adora,
Aunque sus padres no quieran
Es maldad que se molesten.

Y cuando a uno le duele el corazón
Ay vive lleno de pena y de dolor
Tú sabes que te quiero morenita
Ay dame como consuelo una sonrisa.

Lograr conquistarlas ha sido un objetivo difícil de conseguir para los hombres. La conquista desplegaba un esfuerzo que podía resultar placentero o doloroso y desesperante, como afirma Alejandro Durán en “Joselina Daza”:

En el pueblo e’ Patillal
Tengo el corazón sembrado
Y no lo he podido arrancar,
Tanto como he batallado.

Oye Joselina Daza
Lo que dice mi acordeón
Yo no sé lo que te pasa
Con mi pobre corazón.

Cuando el vallenato no se había adueñado de la expresión de los sentimientos, los enamorados recurrían a postales y poemas. Así, una sola mujer logró reunir en sus manos cien postales cargadas de esperanzas nunca realizadas:

Con esta humilde postal
Te expreso mis sentimientos.
Y acabo de completar,
De tus postales, el ciento.
(Ángel Silva Martínez)

Y, otra alcanzó una fama que tocó las puertas de un corazón lejano que nunca pudo siquiera, conocerla:

Te conocí en la fama bulliciosa,
Me basta ya la inspiración ajena.
Dizque tú eres del límpido Malena,
La Náyade o la Rosa Jericó.
(Autor desconocido)

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La parranda


La parranda era un evento que se formaba con la concurrencia espontánea de familiares y amigos, en su mayoría o totalidad hombres. Tenía lugar al frente de la casa, al amparo del regazo de un árbol frondoso, los sábados o domingos desde la mañana hasta la tarde.


Durante el tiempo que duraba, a los visitantes se les ofrecían picadas de pequeños pinchos de cubitos de queso y cebolla, bañados con limón y pimienta. Al mediodía se servía a todos sancocho de chivo y arroz de asadura o guiso de chivo. Se tomaba exclusivamente whisky seco, en medidas de tragos, cuyo fuego, en la garganta, podía ser apaciguado con un poco de agua helada, siempre dispuesta.

Podía estar envuelta en una conversación en torno a algunos temas de interés, tal vez, relacionados con las actividades económicas propias, como la agricultura y la ganadería. No faltarían las risas e, incluso en algunas ocasiones, la asistencia de algún personaje que tuviera una capacidad reconocida y afamada de cuenta chistes.

Otras muchas veces, podía tener la presencia de un compositor quien, seguramente acudiría con su guitarra a la interpretación de sus canciones, que serían escuchadas sin interrupción alguna. En distintas situaciones también, podía haber algún intérprete, quien sería acompañado por un conjunto improvisado por los que tenían fama de músicos en el pueblo. Alguno de los asistentes saldría a buscarlos de forma efectiva.

Durante el tiempo de su ocurrencia demostraron sus habilidades los verseadores, cantantes y músicos. También, fluyeron por el aire las primeras interpretaciones de las canciones inéditas.

Así, en muchas parrandas participaron Juan Muñoz, Alejandro Durán, Diomedes Díaz, cuando muchacho, Emiliano Zuleta Baquero, los hermanos Zuleta Díaz, Colacho Mendoza, el gran acordeonero, y muchos otros.

En esa época, hace treinta años, los intérpretes vallenatos eran amigos cuyas posibilidades empezaban, apenas, a sobrepasar el alcance regional y provinciano. Por eso, algunos, como en el caso de Diomedes Díaz, recibieron ayudas espontáneas representadas en novillas y agradecidas con la asistencia a las parrandas, la composición de versos y el canto.

La parranda tuvo funciones sociales de gran importancia para la historia de la región. Era el escenario más propicio para la cohesión, la familiarización con la personalidad de cada uno, el acercamiento indistintivo, la celebración de la vida y, a mi modo de ver, el mecenazgo.

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La conversación


La conversación es el evento cotidiano donde más se distingue la personalidad de los patillaleros. Así, todavía hoy es posible encontrar rondas de paisanos en Valledupar, pasándose horas rindiendo tributo a esta costumbre.

Ha sido la manera de conservar las historias, los versos de quienes no dejaron testimonios escritos y las percepciones de la vida de quienes habitaron otras épocas. También, ha sido el escenario para transmitirse noticias y para desenvolver las cualidades de compositores y poetas de los patillaleros.

Así transcurrían las noches del siglo XX, en medio de las descripciones de los hechos y las personas, condensadas en décimas y poemas. Todos los días recordaban a quienes habían expresado, en viejas conversaciones, sus pensamientos y chistes, como en el caso de esta décima que recomendaba a una patillalera entablar un noviazgo con alguien que no tenía ni la capacidad, ni la intención de hacerlo:

El novio a la pata

Este buen novio de usted,
Yo soy el que lo conozco,
No tira piedra ni es loco
Ni cuerdo tampoco es.
No se esconde ni se ve,
No se tira ni se acata,
No es pobre ni tiene plata,
No se llama ni se bota
Y como en él no hay mala nota
No vaya a mostrarse ingrata.
(Luis Gregorio Maestre)

También, las décimas eran un medio adecuado para describir las situaciones que afectaban la vida personal:

La mujer celosa

Malos acontecimientos tiene la mujer celosa
Que nunca duerme ni goza
Ni está tranquila un momento.
Si tiene treinta polleras
Y una ropa suficiente,
Dice donde haya más gente
Que el marido la tiene encuera,
Le ocasiona mil tormentos
Y hace miles juramentos,
Que el marido la aborrece
Y hasta le ocasiona a veces malos acontecimientos
(Luis Gregorio Maestre)

Así, la conversación ha tenido un lugar fundamental en la historia de Patillal porque recuerda el lenguaje usado y las vivencias de otras épocas de las que pocos testimonios físicos han quedado. Además, es el escenario donde se ha propiciado la tendencia a narrar de los patillaleros. De esta costumbre nacieron las composiciones vallenatas de paseo. A partir de esta usanza se puede reconocer el sello de la vida en Patillal sobre las canciones de sus compositores.

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El festival "Tierra de compositores"

El festival es un evento que se celebra todos los años del veintitrés al veinticinco de diciembre. La iniciativa fue crearlo como un espacio para apreciar las cualidades en torno a la música vallenata, que en Patillal encontraron más exponentes: las de la composición. Cada año se hace homenaje a algún personaje patillalero relacionado con la historia de la música.

En sus inicios era una fiesta pequeña a la que concurrían los vecinos de las poblaciones cercanas. En la temporada que duró la violencia se suspendió. Sin embargo, ahora ha tomado un auge muy fuerte. Incluso, el presidente, Lucas Socarrás, afirmó en una entrevista para este blog, que el festival hace parte de la Red Nacional de Festivales y que él se desempeña como delegado para la Costa Atlántica.

Durante el festival se realizan concursos de interpretación profesional e infantil del acordeón y de canciones inéditas. El primero consiste en competir en la calidad de la interpretación de los cuatro aires vallenatos: paseo, merengue, puya y son. En el 2007 participaron acordeoneros de gran reconocimiento como Juan David “El Pollito” Herrera y Fernando Rangel. El ganador del concurso de canción inédita fue el patillalero Edilberto Daza.

La época del festival también muestra a los visitantes el cielo lleno de rombos lejanos por el Concurso de cometas. La competencia califica la altura alcanzada, el tamaño y el diseño. Los participantes son niños, quienes hacen ellos mismos sus artefactos voladores. En el 2007 alzaron vuelo cien cometas.

Toda la fiesta tiene lugar en La Sabana, en la cual se construyó una tarima que, durante el festival, sirve de escenario a las actividades que se realizan y a la deliberación sobre los resultados.

Por primera vez se llevó a cabo un concurso de fotografías históricas, que tiene el propósito de recuperar la memoria de la vida en el pueblo, perdida por el éxodo de sus habitantes a causa de la violencia.


Finalmente, es una fiesta muy interesante, en cuanto al tema de la competencia en la calidad de la composición y la interpretación de la música vallenata, y muy atractiva por las agrupaciones que se presentan y que hacen de esos días un gran baile que ya se queda corto en espacio para albergar a los asistentes.

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Las festividades religiosas



Los veinticuatro de septiembre se congregan los patillaleros para celebrar la fiesta de la virgen de las Mercedes, su patrona. Se cuenta que la imagen de la virgen que se había encargado para Patillal era la de la virgen de los Remedios. Sin embargo, en el mismo viaje se traía una virgen para Riohacha que fue confundida y entregada en Patillal. Así, como afirman los patillaleros, la virgen de las Mercedes los eligió como su pueblo.


Desde entonces, en la fecha citada al inicio, se le rinde tributo con oficios religiosos y una procesión que recorre parte del territorio patillalero. Todavía, se sostiene la costumbre de rezarle la Salve en latín y de hacer paradas en algunas casas, donde la esperan con altares, agradecimientos y peticiones.

La devoción de Patillal a la virgen de las Mercedes ha sido conocida en otras regiones por los ecos de las canciones que ha inspirado. Así, devolviéndose ya a Valledupar después de la procesión, encontró Consuelo Araujo Noguera, el secuestro que la conduciría a la muerte, en épocas violentas que golpearon fuertemente a Patillal.

Otra festividad que concentra la atención de los patillaleros es la de San Pedro y San Pablo, los veintinueve de junio. En la tarde de este día se hacen carreras de caballo y se sube conjuntamente el Cerrito de Las Cabras.

A comienzos del siglo XX, se celebraban otras fiestas religiosas que congregaban al pueblo y que eran amenizadas con bandas y músicos. Tal fue el caso de una vez que se concertó para tocar en la víspera de la fiesta de la Inmaculada con Emiliano Zuleta Baquero, quien, sin embargo, no alcanzó a llegar a tiempo, como expresó en estos versos al ver lo sucedido:

De allá de Patillal mandaron a llamar a Emiliano
Para que fuera a tocar la fiesta de la Inmaculada.
Cuando yo llegué ya las fiestas iban pasando,
El padre Guarecú estaba lleno de rabia.

La gente de Patillal no ha quedado muy gustosa
El padre Guarecú hizo la fiesta al revés
De modo que ese padre, siendo tan religioso,
Hizo el día primero y la víspera después.



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Frutas

Esta es una lista de las frutas exóticas de Patillal y de las que son de uso cotidiano en la región, sin ser autóctonas.

La nariz: La produce un árbol grande y frondoso que se llama Caracolí y que se encuentra en las orillas de los arroyos, especialmente en La Malena. Por el grosor de sus troncos y los años de estar viéndolos, de generación en generación, se calcula que son árboles centenarios. Se le dio el nombre a su fruto por su forma encorvada, que es de color morado oscuro, de sabor es exquisito, muy dulce y jugoso.

La candunga: Es otro árbol que se encuentra en cercanías a los arroyos. A diferencia del caracolí, crece en forma de arbusto.Produce sus frutos en el mes de octubre. Su cosecha es abundante pero, pasa rápidamente. Su fruto es pequeño, redondo, también de color morado oscuro que cuando se come mancha la lengua. Es muy dulce cuando está bien maduro.

El perehuétano o peregüétano: Es un árbol frondoso y grande que se produce en los alrededores del pueblo. Su fruto tiene un sabor agradable. También, produce sus frutos una vez al año.

La rabiacana: La produce un arbusto silvestre. Su fruto es morado, parecido a la candunga. Su cosecha también es anual.

La manzanita: Es producida por un árbol grande y espinoso. Su fruto tiene un sabor agradable, es crujiente, pequeña y de color amarillo.

El cotopriz: También, es un árbol frondoso, incluso se siembra frente a las casas por la sombra que produce. Su fruto es parecido al mamón o mamoncillo, se diferencia por ser más grande y un poco lechoso.

El guáimaro: Es un árbol grande que produce un fruto en forma de vaina, de la cual se sacan las semillas, que es lo que se come. Cocinándolo, para luego molerlo, se hace dulce. Su consistencia es arenosa.

Los cactus también producen frutos de rico sabor y se dan en los alrededores del pueblo, especialmente en el Cerrito de Las Cabras. Algunos de ellos como el pichigüei, provienen de un cactus en forma de piña que echa unas flores pequeñas, pegadas a un fruto alargado, que crece incrustado en la planta, de sabor dulce y un color fucsia intenso muy llamativo.

También se produce la iguaralla que proviene de un cactus grande. Es parecida al higo, la piel está cubierta de pelusas, su pulpa es color roja y de sabor agradable.

El chirimoyo o chirimoya: Parecido al anón pero, de saber más agradable y dulce. Se da de forma silvestre.

La Granada: Es un arbusto cuyo fruto, al abrirse, deja ver unos granos cristalinos dulces y una semilla.

La guayabita agria: Es un tipo de guayaba, pequeñita y redonda, de sabor un poco ácido, cuyo jugo es muy rico.

Los cítricos: También se dan bien en la zona. En todas las casas hay palos de limón y lo comercian en Valledupar. También, se dan la naranja, el pomelo y la toronja.

Mango: Hay una gran variedad de clases: hilacha, azúcar, teta, manzana, canime, número 11 de exportación, éste llega a pesar hasta 8 libras uno sólo.

Otras: Papaya, patilla, melón, níspero, zapote, coco, guineo, guayaba, jamanar o cañandonga, ciruelos, hicaco, grosella y guandú.

Bastimento: Yuca, guineo, plátano, malanga y ñame.

Hay una planta en los montes que se llama hierbita de paraco que se arranca de raíz y con ella se forma una escoba para barrer y expele un olor muy rico.

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Los gallos y los galleros


La costumbre de criar gallos finos, que es como se le llama a la raza de gallos de pelea, tiene antecedentes que se remontan a la herencia española, convertida en una tradición. Los galleros despiertan su pasión al ver a los veteranos y al oír las historias sobre esta actividad que ha sido un gran divertimento.

La cría de gallos en Patillal ha sido muy famosa en toda la región y ha atraído aficionados de otros lugares como Barranquilla, La Paz, Villanueva, San Juan del Cesar, Valledupar, entre otros. La gallera, como se conoce al evento donde se ciernen varias riñas, ha sido un espacio para el reencuentro con los familiares, cuya vivienda ha sido mudada del pueblo, y para el estrechamiento de amistades. Incluso, era costumbre que las mujeres asistieran a un evento que se consideraba distinguido en muchos lugares del país, incluyendo Bogotá.

La gallera más concurrida de Patillal ha sido siempre la del veinticinco de diciembre. A comienzos del siglo XX, el pueblo se llenaba de tal número de visitantes, que algunos se veían obligados a dormir en el suelo.

La cría transcurre en el escenario de una gallería, que es una finca que se destina exclusivamente a ese propósito, en la cual permanece un trabajador especializado. El proceso comienza con la escogencia de los padrotes, o gallos que se reservan para la reproducción por su trayectoria y calidad, y las gallinas. Cuando nacen los pollitos, no se estiman suficientes los cuidados en la alimentación, que es a base de maíz molido, verduras y vitaminas, para garantizar la fortaleza de su crecimiento.

A los ocho meses de edad son motilados y descrestados y se comienza el entrenamiento, que consiste en procedimientos como el correteo y las topadas. En esa preparación transcurren más de dos meses antes de que estén listos para competir en la gallera.

Al llegar el momento de la riña se busca un competidor que debe tener el mismo peso. A ambos gallos se les ponen espuelas de carey, mientras un juez revisa los procedimientos y garantiza la equidad.

Posteriormente, se transan las apuestas entre los dos bandos de opiniones diferentes respecto a la suerte de la pelea. El monto propuesto por uno y otro debe ser igual. En Patillal las apuestas no han sobrepasado los cinco millones de pesos. Dado que a los gallos se les distingue por sus colores, adjudicándoles nombres como: canagüey, pinto, giro, chino, entre otros, en la gallera las opiniones gritarán: “Yo le voy al pinto…”.

Los galleros que fueron estudiantes en Bogotá intercambiaban gallos con sus amigos de otras tierras. Resulta tortuoso imaginarse el transporte de un gallo a tal lejanía. Sin embargo, no hay duda que la pasión, que los motiva a asistir todos los días al acontecer de la gallería, los acerca a quienes no son sus paisanos pero comparten su gusto.

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Recetas

Estas son algunas de las recetas que han endulzado el paladar de los patillaleros y de quienes han visitado la región.

Dulce de batata: Este tubérculo se cocina o sancocha en agua. Posteriormente, se pela y se muele. Luego, se cocina con leche y azúcar, hasta que se consigue una consistencia pastosa.

Dulce de toronja: Se prepara quitando la corteza blanca, que está entre la cáscara y la pulpa de la fruta. Posteriormente, se cocina con agua y azúcar hasta formar un almíbar. El dulce tiene el aspecto de una conserva de color dorado cuyo sabor es rico y tiene algunos toques amargos.

Carne a la patillalera: Se hace con carne salada de res. En primer lugar, se adoba y se asa. Posteriormente, se machaca sobre una piedra en forma de batea, dándole golpes con otra más pequeña de forma redonda. Finalmente se frita. La carne queda crujiente y suave y de un sabor especial.

Crema de piña: El procedimiento inicial es batir claras de huevo hasta conseguir el punto de nieve. Finalmente, se adiciona un almíbar de piña hirviente hasta incorporarse. Es una crema blanca, muy rica.

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Dedicatoria y agradecimientos

Dedico este trabajo a todos mis paisanos, a quienes considero mi gran familia. Es, también, un tributo a aquellos cuya presencia nos fue arrebatada por la violencia.

Agradezco a mi familia, en especial a mis abuelos Gustavo Daza Maestre y Belisa Martínez Molina, por haberme mostrado el mundo de la vida en Patillal. También, a quienes generosamente abrieron para este trabajo las alas de los recuerdos y de los bienes materiales que les quedan de sus familiares ya idos. En especial, a la familia Molina Daza y a Emilia Daza Daza.

Dedico este trabajo a quienes no pueden leerlo porque el tiempo y las circunstancias les arrebataron la vida, con mucho cariño a: Aldo Molina Daza, Diomedes Daza Daza, Sixto, El Tocayo, Juan Segundo Guerra y a todos los patillaleros muertos.

Agradezco la ayuda y la atención que todos a quienes hablé de este proyecto me prestaron.

Agradezco a mis papás Gregorio y Gisela Daza, a mi hermano Juan Gustavo, a mi primo Julio César Martínez Daza, a mis tíos y primos.

Al amor que me acompaña y me da su apoyo, Ricardo Andrés Salas.

Al Señor por permitir que este proyecto alcanzara sus objetivos.


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